En un año iluminado por importantes lanzamientos, sin duda uno de los más esperados es el regreso de PJ Harvey. En su octava entrega de estudio, White Chalk, Polly Jean Harvey decide colgar la guitarra, sentarse frente al piano y desgarrarse la piel con el álbum más introspectivo y desolador de sus quince años de carrera.
Ninguno de sus anteriores trabajos puede compararse con White Chalk. PJ Harvey no canta acerca de sus obsesiones sexuales en Rid of Me (1993), o sobre la paranoia neoyorquina sentenciando que el mundo esta loco queriendo tener una pistola en la mano para protegerse en Stories From the City, Stories From the Sea (2000), ni regurgita su ira contra el peluquero que le dejó mal el pelo en Uh Huh Her (2004). White Chalk es un sombrío acercamiento a las más íntimas y perturbadoras visiones de si misma. Ella se habla a si misma, mientras nos arrastra a un hoyo de angustias que resulta tan insano como cautivante.
El disco se sostiene en una austeridad sonora que por momentos hace extrañar a su mejor compañera todos estos años, la guitarra. El piano es el instrumento predominante en melodías básicas, rústicas, donde destacan los tonos altos con Harvey cantando casi al límite de su registro vocal, mezclando simples pero prolijos arreglos con la estremecedora intensidad de su privilegiada voz para crear una atmósfera profundamente melancólica, amarga, por ratos claustrofóbica. Pasajes llenos de desconsuelo y resignación, como la notable “The Devil” (Todo mi ser se está muriendo de pena) y “Broken Harp” (Por favor no me reproches por lo vacía que se ha vuelto mi vida), describen certeramente el estado de ánimo al que nos vemos enfrentados. En “Dear Darkness” la colaboración de John Parish (como ya es habitual) es un gran contrapunto como bajo a la voz de Harvey. La belleza vocal de las devastadoras “Grow Grow Grow” y “The Mountain”, desangran aún más un alma moribunda y desencantada que en “The Piano” explota en una contenida y asfixiante desesperación (Nadie está escuchando / Oh Dios, te extraño).
A diferencia de la tristeza de Beck en Sea Change (2002), donde el desamor es su fuente de inspiración, o la angustia existencial inherente en Thom Yorke, PJ Harvey desnuda su desencanto con sí misma, y tal vez con la vida, coqueteando con esa emotividad brutal de discos tan destructivos como So Tonight That I Might See (1993) de Mazzy Star. No resulta fácil escuchar White Chalk sin terminar realmente deprimido. Pero para quienes han seguido la carrera de la otrora reina del indie rock a mediados de los noventa, no es sorpresa que todo resulte un poco visceral en ella. La rabia, la angustia, la pena, las obsesiones. Esta vez, más que en cualquiera de sus trabajos previos, el extremismo deja abierta la posibilidad de quedar deslumbrado con once preciosas canciones que desbordan tristeza en uno de los discos más brillantes de toda su carrera (que paradójico), como puede que termine siendo una de las experiencias más agobiantes y desapacibles que hayas escuchado alguna vez, donde el único impulso posible será coger frenéticamente el mp3 player para ponerle stop y cambiarle a lo que sea que tenga beats y un poco de alegría. Pero en ningún caso White Chalk te dejará indiferente. Eso es seguro.