Los herederos de Sabatini nos vuelven a refregar en la cara que lo de ellos es una ecuación matemática que siempre llega al mismo exitoso resultado, con una teleserie que logra la hazaña de ser un retroceso y un avance a la vez.
Con mi amigo Pablito tenemos una teoría: Vicente Sabatini está muerto. Está muerto, y quien hoy ocupa el sillón de Programación de TVN es un doble. A lo Paul McCartney. Si no, no se explica cómo cada nueva teleserie de las que figura como director general (aunque no grita «acción!» nunca) resulte un destilado de la anterior: mejorada y desteñida a la vez, como una mesa a la que se le pasa lustramuebles para que siga viéndose nueva sabiendo que dentro de veinte años nadie dará un peso por ella.
Como si un montón de duendecillos azules velara por preservar el legado de su líder muerto, sin la chance de poder acudir a su oráculo cuando tengan dudas.
Ellos hicieron que «Viuda Alegre» sea como «Sucupira XII: Claudia nunca muere»: la misma comedia romántica outdoor y media brasileñosa que vimos durante todos esos inviernos noventeros, pero con menos personajes, menos producción y menos onda. Menos chance de memorabilidad. Es efectiva al límite de lo recetario y, si alguien tenía dudas de su éxito, la precisión matemática del primer capítulo se encargó de disiparlas. Un capítulo ágil, donde la historia principal y las secundarias se fueron lanzando como manos de póker, con elegancia y firmeza, sin dar lugar a confusiones o saturación. Un puente que no se podía caer por ningún lado. Pero como todo puente, no hay nada muy entretenido que hacer ahí. Lo pasaste y ya.
«Viuda Alegre» es un retroceso y un avance a la vez. Avance porque depura la fórmula TVN que lleva quince años tomando forma y a la que muy difícilmente renunciarán, y retroceso porque retoma el rumbo de la Era Dorada de Sabatini: la comprendida entre Sucupira (1996) y Romané (2000). En cualquier caso, la revisión venía de antes. Desde que se murió Sabatini, justamente. Cómplices (2006) se encargó de resucitar pálidamente los enredos, la frescura y la amoralidad de un clásico noventero como Trampas y Caretas, mientras que Corazón de María (2007) rescató la cursilería comedida de los Castagno en Rojo y Miel. Este año, el avance paralelo en la línea de tiempo se dio de forma natural. ¿Cuántos gritamos frente a la tele «Sucupiraaa» al ver las primeras escenas de playa, los pescadores, el personaje de Ricardo Fernández homenajeando a los «lolos taquilleros de pueblo hijos de pap», incluso detalles como el set de la casa de Pancho Reyes? ¿Cuántos nos reímos con Alvaro Morales haciendo el mismo personaje de Iorana, con las mismas camisas pero con guata? Incluso las chicas en topless y las tetas al aire en la comisaría nos recuerdan lo irrisorio de la polémica que hace doce años provocó Angela Contreras saliendo del mar tapándose lo suyo como toda una señorita.
Los duendes sucesores de Sabatini cometen excesos de tanto querer hacernos creer que su mentor está vivo: ¿hasta dónde llega la prostitución de la clásica melodía «ta na n», que a estas alturas ya ocupa un lugar al lado del escudo nacional, y que tío Vicente reservaba para el beso que sellaba todo, en el último capítulo? Hoy la escuchamos dos veces, la primera de ellas cuando el capítulo llevaba menos de cinco minutos. Si es por hastíos musicales, ya es suficiente con la intolerable canción de Juanes.
También hay detalles técnicos imperdonables para un equipo de primer nivel (Francisca Lewin sacándose los audífonos y la música sigue sonando), o soluciones simplemente picantes, como el blureo de las tetas de Adela Secall frente al carabinero de Néstor Cantillana: algo que se podría haber solucionado con una rama de árbol, un brazo o un manubrio de moto estratégicamente ubicado. Cualquier cosa. ¿Que los esbirros no vieron la secuencia de Bart en pelotas en la película de Los Simpson?
Estos Sabatinitos se han tomado a pecho la misión de mantener el sospechoso reinado de Claudia Di Girólamo. Porque no puede ser que no existan otras actrices dignas de protagonizar la teleserie del primer semestre. Ok, Claudia ha tenido reemplazantes en sus años sabáticos, pero algo de resignación hay en que siempre vuelva. ¿Ninguna le hace el peso? ¿Qué tan importante es la actriz protagónica en una teleserie, una maquinaria movida por 100, 150 personas? Este año, la eterna Claudia hizo una apuesta arriesgada: apenas apareció en escena uno se preguntó: ¿va a hablar así toda la teleserie? ¿La vamos a soportar? Pero la memoria es frágil y resulta que la soportamos como gitana nasal y chillona en Romané, como marimacho en La Fiera y -algunos pocos- como nana en Puertas Adentro. ¿Por qué ahora tendría que ser la excepción? Esta vez, su performance más teatral que televisiva, mezcla de niña chica, heroina naif y tontona sin vuelta, carente de erotismo, concentra la esencia de la teleserie. Si la gente odiara su papel, «Viuda Alegre» sería un fracaso. A ninguna otra actriz chilena se le permitiría llevar la mochila así, pienso. Pero Claudia es Claudia y, tal como un escritor que no pesca las reglas gramaticales de puro cabrón que es, ella puede hacer lo que se le dé la gana y parece que la gente siempre la va a querer.
El resto del elenco, como siempre, está a la altura: Paz Bascuñán está sobresaliente y dan ganas de escucharla haciéndose la seria y rebatiéndote lo que sea durante todo un año en una isla desierta; Marcelo Alonso, el nuevo Pancho Melo, llena la pantalla y exhuda chanterío al igual que en sus dos papeles anteriores; Ricardo Fernández resulta creíble en su papel de post-adolescente incapaz de madurar, tras su canoso y cansado médico de Corazón de María; y Francisco Reyes hace el mismo papel de siempre pero qué diablos, se ganó el derecho al igual que su eterna pareja.
Y a propósito de él: su testigo protegido que escapa con una nueva identidad, resulta una historia mucho más interesante que la de la DiGi. La primera escena con su hija amordazada y todo lo que vino después promete más aristas, más giros inesperados y más tensión dramática que la tropa de maridos muertos y resucitados. Los que persiguen a Balmaceda pueden volver y contarnos muchas más historias, o quizás Balmaceda no es tan bueno como se ve. Los maridos de Beatriz están muertos y las únicas incógnitas son cómo murieron y si Beatriz es o no responsable de eso. ¿Algo muy sorpresivo a partir de eso? De aquí a septiembre Alejandro Cabrera y su equipo nos pueden sorprender. Ojalá así sea.
La pareja juvenil Lewin-Fernández, por tercera teleserie consecutiva y ahora en una relación que roza el estupro, también promete adquirir relevancia. Ella, como siempre, es adorable y punto; y a él lo mandaron al gimnasio para vender a un tipo que levanta minas en un teléfono público (y underage más encima, cómo tan winner) en una escena que, al menos, no logra igualar en patetismo al espantoso flechazo entre Diego Muñoz y Paola Giannini en el estacionamiento del Parque Arauco, en la afortunadamente archivada y olvidada Charly Tango.
Después de ver este primer capítulo, invariablemente termino preguntándome: ¿qué habría hecho Sabatini si hubiese estado vivo? Quizás lo mismo, pero con más onda. Habría mantenido el protagonismo de su novia/musa/caballito-de-batalla dándole más aristas a su hasta ahora plano y caricaturesco personaje. Habría metido más pueblo que tres pescadores en treinta segundos. Le habría dado a Delfina Guzmán un personaje más digno de su edad, capacidad dramática y presencia escénica. Habría persistido en su afán sociológico de «reflejar la neo-sociedad» profundizando la notable idea de una tropa de tipos de una institución tan simbólicamente masculina y rígida como Carabineros enfrentados a verse dirigidos por una mujer. Después del desastre de «Amor por accidente», una teleserie insípida y aburridamente cerebral en la que se intentó llevar la fórmula de las teleseries nocturnas a las 8, se habría sentido responsable de devolverle al horario la comedia aguda, el romance espontáneo y la moral Turistel. Sus Oompa Loompas pensaron en todo eso e hicieron lo que pudieron. Pero Sabatini es uno solo, al igual que su adorada Claudia. Santo de tu devoción o no, es uno solo. Y aunque atente contra uno de los principios de la fórmula TVN (el de la formación de escuela interna y el ascenso casi castrense de productores y directores cuando los más viejos dejan sus cargos), será imitado, pero jamás igualado.
En cierta forma, Sabatini es como el alcalde de Sucupira: de tanto querer hacer su propio cementerio, terminó siendo él el primer enterrado (la ostentosa Los Capo, última teleserie que dirigió). Pero ojo, que después resucitó.