Prender la tele en el canal líder en ficción, hoy por hoy, es encontrarse con escenografías limitadas, ambientación mezquina, dudosas soluciones de puesta en escena y gruesos errores de época que han hecho las delicias de prensa y tuiteros furiosos. Un nivel de producción que parece más propio de un canal en problemas que de uno que se apodera de casi todo el top 10.
Mientras el canal de Youtube de TVN nos lanza a diario capítulos completos de nuevos clásicos como Los Pincheira, Pecadores y la inefable Tic Tac, quizás la vespertina chilena que mejor ha resistido el paso del tiempo, las comparaciones son inevitables. ¿En qué momento la producción de las teleseries chilenas retrocedió así? ¿Es culpa de un canal que quiere ganar mucho gastando poco? ¿Del público que, pese a todo, las sigue prefiriendo? ¿De los demás que no logran consolidarse como alternativa? ¿Qué hemos hecho para llegar a esto?
Cómo no largar el carnet al suelo y recordar con cariño la era de la “guerra de las teleseries” en que los canales se jugaban el todo por el todo por el producto que, se supone, era la columna vertebral de su parrilla programática y presupuestaria. Año a año las producciones crecían en ambición y kilómetros recorridos para grabarse en lugares que muchos chilenos sólo conocimos a través de ellas. Caburgua, Isla de Pascua, Chiloé, Mejillones y hasta la abandonada oficina salitrera de Humberstone –remodelada hasta el día de hoy gracias al rodaje de Pampa Ilusión (TVN, 2001)- se convirtieron en postales de un Chile que por primera vez se narraba a sí mismo en los medios masivos desde un género supuestamente bastardo como el de la teleserie. Era otro Chile. La época en que las teleseries de las ocho convocaban a la familia y “¿se quedará el cura con la gitana?” era tema de debate país en colegios, universidades y oficinas. Tanques melodramáticos que, revisados gracias a la omnipresencia de internet. hacen palidecer a las modestas producciones actuales. Es legítimo preguntarse: ¿Acaso la era de las superproducciones terminó para siempre?
Podemos definir un punto de inflexión en Los Capo (TVN, 2005), la última producción de la que podríamos llamar la era dorada de las teleseries de ese canal. Nunca enganchamos con ese primer capítulo lleno de italianos empobrecidos y subtitulados al español, mientras Canal 13 nos ofrecía Brujas, una alternativa más colorida y que se sumaba a la tendencia en boga por esos años: historias corales de mujeres u hombres que casi siempre estaban uniformados (de nanas vip, de mecánicos, de aviadores o de clones de Perros de la calle). Con el tiempo esa fórmula también se desgastó hasta llegar a lo que tenemos hoy: una rígida –y efectiva- estructura que circunscribe al melodrama clásico y cirquero a la Televisa para las tres de la tarde, a la comedia familiar infanto-juvenil tipo Disney Channel al viejo bloque de las ocho, y a la ficción más ambiciosa, ya sea en comedia o en drama, al horario “adulto” del prime.
En éste me quiero detener. En tiempos donde podemos acceder a las mejores series del mundo vía Netflix y torrent, ¿es sostenible lanzar una teleserie como “Perdona Nuestros Pecados”, atractiva desde su argumento, mundo y personajes, con un nivel de producción que incluso pasa por alto detalles como interruptores y baños químicos que no existían en la década de 1950? Acá viene lo terrible: los índices de audiencia indican que sí. Fuera de un par de pataleos de redes sociales que poco importan a la hora de los balances económicos anuales, la teleserie es un éxito. Y lo es por la calidad de su historia.
Vivimos tiempos en que la televisión abierta está a un paso de transformarse en un fósil junto a la radio AM y los Atari, y debe arreglárselas para asegurar su supervivencia. Grupos económicos que hace sólo un par de años hicieron grandes inversiones en el negocio ven desconcertados cómo sus ingresos sólo bajan. Que Mega sea líder tan absoluto –y, en otra cara del mismo fenómeno, los demás estén tan a medio morir saltando- sólo se explica porque aquí, a duras penas, el que se adapta sobrevive. ¿Es esto una excusa para escenarios de cartón, decorados ramplones y garrafales errores? ¿Puede permitirse el canal líder tener peor puesta en escena que un TVN que está intentando salir del fango en el que lo dejaron nefastos ejecutivos? No lo sé, pero si sé que es mejor que nos vayamos acostumbrando. Hay un modelo de televisión que no volverá, o al menos no como lo conocimos. Ser canal líder ahora no es tan importante como en los 90, porque la marca de tallarines que busca que el público no se olvide de ella tiene más opciones: internet, redes sociales, influenciadores. Publicidad no tradicional, se le llama hoy, pero que cada vez es más normal.
Cuando vemos televisión, o consumimos cualquier historia de ficción, buscamos adentrarnos en una fantasía. Y para eso existen elementos de verosimilitud que deben estar presentes. ¿Por qué El Chavo del 8, con sus espantosos vestuarios y escenografías de sketch de aniversario de colegio, sigue funcionando y repitiéndose cuarenta años después? Porque ahí hay una magia que no la compra ni el mayor presupuesto del mundo: la de una historia bien contada, verosímil y que apela a los temas y sentimientos más esenciales: la empatía con el que sufre, la inocencia infantil versus la imperfección adulta, la rabia hacia las injusticias. Y encima con la astucia –no contábamos con su astucia- de contarlos en clave de comedia. Lo que trasciende no es la gran producción, es la gran narración.
Es posible que Mega esté tan solo afirmando el terreno –de forma un poco timorata quizás- para un futuro esplendor como gran productor de ficciones a nivel continental. No cabe duda que si quieren ser “la gran fábrica de teleseries del Pacífico” o “el Netflix latino”, como pomposamente se dijo en una entrevista, es imprescindible minimizar errores y subir la vara un poco. No respecto a la competencia, sino a ellos mismos. Pero mientras sigan apuntando sólo al mercado local, y éste se empequeñezca cada vez más y más, no se saca nada llenando un top ten. La tele ya no es tan importante. No la que se emite por antenas, al menos. Porque mientras tanto, el público más exigente, nostálgico de las superproducciones pero ávido de consumir nuevas historias, ya prendió el computador y se fue a Youtube o Netflix, donde no se van a demorar nada en abrirle las puertas a guionistas y productores, chilenos o de cualquier otro origen, que no le van a pedir permiso a un viejo canal de televisión para ejercer uno de los oficios más antiguos y nobles del mundo: contar una historia y ponerla en escena. Y hacerlo bien.