Hace algunas semanas TVN está subiendo a su canal de Youtube, uno a uno, los capítulos de “Marta a las Ocho” (Fernando Aragón y Arnaldo Madrid, 1985). Una teleserie corta, que en 23 entregas narra las desventuras de Marta Méndez (Sonia Viveros), una mujer tan sola como dañada, siempre desolada y al borde de la alexitimia, que ilustró el karma de las empleadas domésticas veinte años antes de “La Nana”: no tener nada salvo una vida y una casa prestadas, vivir en función de sus empleadores, encariñarse con las hijas de ellos como si fueran propias. Una mujer fracturada y carente de contención en una época en que casi nadie debió sentirse contenido.
Es extraña esta serie: su estética es lúgubre, sus escenas fragmentadas parecen intencionalmente mal editadas, nadie tiene un soporte familiar verdadero y todos, ricos y pobres, se encuentran y se refugian a partir de sus desgracias. Es tan extraña que, pese a su efectividad y a lo atrapante de su desarrollo dramático, no sé cómo podría hacerse hoy. ¿Vivimos en el mismo país de los años 70 u 80? Parece insólito que Marta esté dirigida por Vicente Sabatini, responsable de las teleseries más luminosas de los 90: es oscura, poco ventilada, pasada a polvo, reducida a casonas de Santiago Poniente que, increíblemente, siguen ahí (en un par de escenas de exteriores se asoman lo que parecen ser escombros del terremoto de 1985).
No podía ser de otra forma. El único destello de luminosidad –hasta ahora- es al inicio, con Marta viviendo junto a la única patrona que la trata bien (Consuelo Holzapfel) y sinceramente la hace parte de su casa, en parte por el vínculo que tiene con su hija (Javiera Parada), que es atendida más por Marta que por su madre. Cuando la mujer decide radicarse en Australia junto a su marido, el plan es llevarse a Marta con la familia. Oscilando entre la emoción y el terror a lo desconocido, Marta acepta: todo sea por no alejarse de la pequeña. Todo marcha bien hasta que aparece René (Luis Alarcón), marido oficial de Marta, un hombre tan solo en el mundo como ella, que viene saliendo de la cárcel denunciado por la propia Marta. Dispuesto a vengarse de la única persona con quien parece tener algo así como un vínculo, no encuentra mejor idea que, en medio de un forcejeo, romperle los pasajes a Marta para arruinarle su intención de viajar. Llena de miedo y sin entender cómo funcionan las líneas aéreas, Marta es incapaz de presentarse en el aeropuerto y darle la cara a su patrona para decirle que no puede viajar porque no tiene pasaje. A partir de ahí, todo va cuesta abajo: nuevas ciudades, piezas arrendadas, trabajos en casas de ancianas venidas a menos y jóvenes que la humillan. Hasta por la cárcel pasa Marta, acusada de un robo que no cometió. Siempre sin reacción, con la mirada perdida, arrastrada por las circunstancias, sin poder tomar las riendas de su propia vida. Sólo el amor de Taro (Rodolfo Bravo), un jardinero noble pero apocado, tan solitario, víctima de su circunstancia e incapaz de hacerse cargo como ella, podría redimirla. ¿Podría?
Sospecho que, en el Chile de hoy, ni las nanas son como Marta, ni los empleadores como esa monstruosa señora que siempre está en cama y la llama a gritos (Maruja Cifuentes). Vivimos en otro país, uno en el que la economía nos obliga a movernos, donde los teléfonos y las redes sociales nos crean la ilusión de no estar solos cuando quizás lo estamos tanto como Marta. Donde la soledad parece ser una elección tranquila y no una condena del destino. Uno donde cómo nos vemos es más importante que cómo somos. Donde lo políticamente incorrecto es castigado y debe estar oculto, para que no se vea que existe igual.
En Marta hay escenas impactantes y que hoy suenan casi aberrantes (cuando la pequeña Marcelita se arranca de la casa y una pareja de amigos la encuentra, Marta sugiere que “lo primero que hay que hacer es pegarle”: un diálogo inimaginable en el 2016, sospecho que aceptable en la época). Hay una mujer que aparentemente ejerce la prostitución encubierta, pero nadie lo puede ni lo quiere decir. Hay buscavidas dispuestos a arriesgarlo todo por un poco de dignidad. Hay ricos buenos y pobres malos. No hay una sola familia funcional. Todo aparenta estar descascarándose y transformándose mientras, tal como Marta, lo ven venir muertos de miedo sin ser capaces de hacer nada para impedirlo.
Es una bendición que la tecnología nos permita ver estos registros de un país que luce tan distinto al de hoy, y descubrir que la diferencia puede ser sólo aparente. Quienes creen que la televisión no aporta nada, no captan que dentro de treinta años, lo que se produce ahora –especialmente, la ficción- permitirá explicarle mejor a nuestros hijos o nietos lo que hoy somos, y cómo ellos se convirtieron en lo que serán. ¿Qué cambió? ¿Qué mejoró? ¿Estarán más o menos a salvo? ¿El pasado es siempre un lugar poco iluminado y sin ventanas del que es mejor arrancar, o uno que nos permite entender cómo llegamos a esto? Marta tiene escenas largas, de cuatro o cinco minutos y diálogos trabajados, que esbozan respuestas y nos crean ganas de ver más material desempolvado, que los canales tienen ahí y pueden decirnos más de nosotros mismos que la última serie de moda de Netflix.