Este año, la parrilla programática de la televisión abierta se ha caracterizado por un equilibrio entre dramas y comedias. ¿Qué hace que el público prefiera la una a la otra? ¿Es posible predecir si pasado mañana vamos a necesitar llorar o reír?
Salvo honrosas excepciones, siempre he preferido el drama a la comedia, teleséricamente hablando. Para reírme prefiero las sitcoms gringas. Me sobran dedos de una mano para contar las comedias que me han cautivado con un guión ágil, sin recursos burdos y plagadas de personajes memorables, y casi todas están basadas en un guión brasileño. Y aunque a algunos les parezca blasfemo, mataría por tener en DVD aquella joya que hizo el gran Emilio Larrosa para Televisa en 1995 llamada «El premio mayor».
Este artículo es sobre una duda existencial que, presumo, tienen casi todos los guionistas de Chile: «¿Qué prefiere la gente: dramas o comedias? ¿Qué hace que se opte por uno u otro subgénero?». Si los profesionales no han podido resolver el misterio, supongo que yo tampoco. Y lo siento como un «dulce o salado?» «morenas o rubias?» o «tu papá o tu mamá?». Algunos podrán tener respuestas tajantes, pero apuesto a que en algún segundo de tu vida tuviste claro que querías una torta de panqueque de naranja y no un churrasco italiano. ¿De qué depende? De como te levantaste esa mañana. ¿Y de qué depende cuando se trata de masas? Del momento histórico. Y, por supuesto, de la oferta. Cuando hablo de «masas», término que me revienta, sé que no hablo de gente que va al supermercado por lo suyo sino que se conforma con lo que encontró en el refri.
En esta temporada, que ha sabido como pocas conjugar propuestas dramáticas («Alguien te mira», «Cárcel de mujeres», todo el tropel de series gringas) con comedias («Lola», «Fortunato», la avalancha de sitcoms nacionales venidas y por venir), nadie puede alegar que el refri está vacío. Quisimos asustarnos a las 10 y reírnos a las 8. Puede ser un buen reflejo del estado-país: no estamos ni muy bien ni muy como el forro. La economía sube, pero hundirse en el Metro en hora punta le arruina el ánimo a cualquiera. Parece que cuando lo pasamos mal preferimos las comedias, y cuando estamos bien nos damos permiso para sufrir, y así no ponernos aerostáticos y asumir que podemos derrumbarnos mañana.
«Lola» aventaja con discreción a un drama a medio camino entre serie gringa y teleserie nocturna pero sin empelotamientos («Amor por accidente») y a una comedia desatada que carece de la suficiente transgresión como para brillar («Fortunato»). Y es aquí donde quiero llegar. Desde los tiempos en que los bufones eran los únicos que se podían reír del rey sin arriesgar guillotina -y encima eran financiados por su blanco de burlas-, la buena comedia tiene la misión de empujar un poco más allá el muro de lo aceptable. De decir lo que no se puede decir de otras formas porque suena mal. De espantarnos, pero de mentira, «en buena». Y, como si eso fuera poco, nos cotidianiza lo trágico: siempre hay alguien más cagado que tú, y mira: sigue respirando y hasta se ríe.
¿Cuándo «Lola» dejó de ser tan divertida? Cuando todos se acostumbraron a que actúe como un tipo en cuerpo de mina, incluyendo los telespectadores. ¿Qué viene ahora para que prenda un poco? Que vuelva Lalo. A ver qué pasa. Quién se espanta primero. ¿Por qué «Fortunato» no prendió como en Argentina? Porque allá había razones para impactarse: un travesti descontextualizado del cliché y un decadente enamorado de ella, aparte de un trasfondo dramático mejor trabajado. Incorrección política dentro de los márgenes que la tele abierta permite. Y, seguro, de nuevo, el momento-país: cuando «Los Roldán» fue furor al otro lado de la cordillera, recién Argentina se había ido al carajo y la cueva de Tito y su familia era la oportunidad de soñar con salir del hoyo.
Además, y más allá de la coyuntura inmediata, la comedia -el drama también- responde a su época. Eso que los alaracos solían llamar «la decadencia de la civilización occidental» impide que nos sigamos riendo con «Los tres chiflados» tirándose pasteles a la cara. Hasta los payasos criollos cacharon que la micro va para otro lado. Ahora lo que se necesita es volver al impacto del «já, lo que dijo, justo lo que yo quería decir». A la honestidad brutal, que nos hace decir más cosas y aprender a escucharlas para poder sobrevivir en un planeta más agresivo y acelerado que el de nuestros abuelos. Por eso prende tanto el stand-up comedy. Por eso «Casado con hijos» funcionó tan bien. Es decir lo que no nos deja decir la dictadura de los escrúpulos; una en la que ya ganó el «No» pero sigue buscando resquicios para quedarse un rato, como un eterno 1989.
No es, por ejemplo, reírnos de los defectos del otro porque sí. Es reducir la capacidad de estupefacción. La risa es impacto: ¿han cachado que hay gente que, cuando hubo un accidente o le dicen que alguien cercano murió, se larga a reír? A mí nunca me pareció una actitud tan irracional. No he leído teorías al respecto, pero me imagino que la risa es un mecanismo de defensa. Para no vivir con anhedonia, crisis de pánico o terminar haciendo un Columbine en tu oficina. Para enfrentar mejor la adversidad y las cosas cuyas soluciones no están a nuestro alcance. Por eso la comedia tiene que ser rupturista. Hasta algo tan aparentemente inofensivo como «El chavo del 8» te deja subliminalmente atónito con su discurso solapado acerca de la carencia y la soledad. Y sigue funcionando, 30 años después. Como si fuera poco, la risa actúa como vaselina de ideas poco digeribles en formato televisivo.
Mientras «Amor por accidente» cansa con diálogos que intentan ser de thriller pero no alcanzan ni para teleserie ochentera -con la admiración que me merecen, pero claramente era otra época y otra paciencia-, y «Fortunato» sea una especie de comedia en el freezer, que parece escrita por esos tipos que se abstienen de echar una talla ácida en el asado por pánico al «oye, igual te desubicaste», es comprensible que «Lola» lleve la batuta en una competencia de temporada baja que tampoco calienta tanto a nadie. No te matas de la risa, no hay gags ni punchlines, pero terminas de verla con una sonrisa y aliviado de tener la certeza de que nunca amanecerás una mañana convertido en mina. Quizás un drama potente y bien armado la haría pebre, no sé. La ventaja de «Lola», y que la hace primahermana de «Betty la fea» es que parece más sitcom que teleserie. Y ya dije: personalmente prefiero el drama en las teleseries y la comedia en las sitcoms. La risa es por definición pasajera y las penas siempre son prolongadas. Porque calan más hondo y cuesta más erradicarlas. Y las teleseries duran medio año mientras que, después de media hora, la sitcom pasó a mejor vida y no importa si te la pierdes la otra semana. Cada cosa en su lugar.
Una buena forma de ver cómo habría andado una comedia de tener competencia dramática o al revés, son las repeticiones: teleseries que no prendieron en su época se han convertido en hits cinco años después, y viceversa. Errores de momento histórico («Tic tac» y «Fuera de control», comedia desatada y drama hardcore respectivamente, son ejemplos emblemáticos). Esos fenómenos te dejan claro que da lo mismo si es comedia o drama y que gran parte de este negocio se trata de achuntarle, pero nunca tan a ciegas: hay que conectar con los sentimientos colectivos del instante, tratando de ser general y específico a la vez. Llenar el refri para que tengas comida para todo el mes, previendo ese día en que ya no quieras chocolates y te dé por sushi o papas fritas con mayonesa. Nadie dijo que era fácil.