Una experiencia religiosa para todos aquellos que somos lo suficientemente adulto jóvenes.
Para los que somos lo suficientemente adulto jóvenes para haber crecido con películas de Indiana Jones en VHS, pero no tanto como para recordar una ida al cine a ver las aventuras del hombre que transformó la arqueología en algo cool, estar por primera vez frente a él en la pantalla grande es una experiencia particularmente religiosa. Porque Indy es, antes que cualquier análisis moral o político, una proyección de la infancia en su estado más puro. Sí. Un personaje de 65 años que no es ni el Viejito Pascuero ni tu abuelo puede remitirte a tus primeros años, independiente de la edad que tengas.
¿Por qué? Porque únicamente en la infancia es posible -al menos en su forma más pura- viajar por el mundo y la historia con nada más que la ayuda de la mente y la imaginación. Indiana Jones es imaginación, no en la desarmadora forma burtoniana, ni en el fascismo creativo de quienes lo venden y compran todo hecho (que tan bien graficaba el propio Burton con el niño adicto a los videojuegos de «Charlie y la fábrica de chocolates»). Indy, por razones que aún no termino de entender y no sé si quiera aún, es un personaje que no muere cuando sales del cine o apretas eject en el viejo VHS. Creo que todos los que estuvimos los mejores 20 años de nuestras vidas esperando el estreno de «Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal», la cuarta entrega de la saga del héroe encarnado por Harrison Ford, renovamos nuestros votos con ese viejo cliché que afirma que el cine es, ante todo, un acto de fe.
Porque era tan fácil decepcionarse 20 años después, como cuando ves a esa chica que amabas en segundo básico desvencijada y con tres mocosos a cuestas, o cuando hace dos o tres veranos descubriste, gentileza de TVN, lo malos que en realidad eran los Thundercats. Pero Spielberg y Lucas tomaron las precauciones del caso y comprendieron que una cosa es la crisis post-adolescente que lleva a aferrarse a todo lo que alguna vez te hizo feliz, y otra muy distinta es pasarle gato por liebre a gente que tuvo años para agudizar su ojo cinéfilo. Y, de paso y como si lo primero fuera poco, no descuidar a las nuevas generaciones y al despreciable segmento de adictos a Jerry Bruckheimer y Michael Bay.
A diferencia de películas tan calculadamente juveniles y lolas que parecen hechas por un software (¡y lo están!), la cuarta entrega de Indiana Jones sí toma riesgos y rompe en pedacitos algunos sagrados mandamientos de Hollywood. ¿Qué es, en un filme valientemente asumido popcorn, un riesgo cinematográfico, sino que el interés romántico del protagonista sea una mujer de 50 años, rescatada de la primera entrega de la saga, y cuya actriz no hizo ningún trabajo relevante desde ahí? ¿O que el mismo héroe tenga 65 años, aun cuando el CGI le dé una mano en varios momentos, y no sea necesario recordarlo? ¿Y que el propio y ahora omnipresente CGI sólo esté presente en pinceladas y no haga la película completa?
La siempre impecable Cate Blanchett es el cosmético justo que necesitaba Indiana para verse cinematográficamente ondero a los ojos de los nacidos en democracia: una Beatrix Kiddo con peinado basenica y admiradora de Stalin. El ascendente Shia LaBeouf, proveniente de bodrios como «Transformers», se redime en un personaje que promete convertirse en un sucesor del viejo Indy y así asegurar un dudoso segundo tiempo para una mega-saga. Y el gran John Hurt está ahí para recordarnos que el cine no se inventó ayer.
Como la cosa se ambienta en 1957, no pueden haber otros malos que no sean los rusos. Una incorrección política que habría escandalizado al anti-yanquismo old-school, hoy resulta cómica e irónica, reforzada con la clásica paranoia estadounidense que no deja bien parada al país que siempre salva al mundo en la pantalla grande. Porque, al final del día, todos son malos menos Indy y sus amigos, y ni Stalin ni McCarthy se levantarán de sus tumbas para quejarse.
La anécdota que impulsa al profesor Jones a volver a sus viejas andanzas es simple y efectiva: tras ser expulsado, a causa de la caza de brujas macartista, de la universidad donde da clases, le presta atención a un adolescente que conoce a un viejo colega suyo, raptado por los soviéticos tras haber descubierto una valiosa calavera de cristal en Perú. Juntos parten a un amexicanado Perú (vayan a un campo del sur de Chile, pregúntenle a la señora cuál es su música favorita, y después alegan) y descubren que tienen mucho más en común que su interés en la arqueología, develando uno de los temas más recurrentes en la filmografía de Spielberg.
Porque ver a Spielberg como un autor no es una autoconcesión a la nostalgia por parte de quienes estamos aterrados de cumplir veintivarios. Es simple sentido común y capacidad de conmoción.
El otro día leí, en el circunspecto suplemento cultural de un importante diario chileno, que Spielberg era algo así como «el culpable de la mugre que es el cine hoy en día». No me dieron ganas de golpear al columnista (aunque sí tiré el diario contra la pared), pero sí de invitarlo a un helado, contarle un chiste o presentarle una mina. Los culpables de la mugre que es el cine hoy en día son los directores que hacen películas que son una mugre, no un tipo que llenó de fantasía los años más oscuros de la historia de muchos países, y logró que una generación al borde de la pérdida de la capacidad de asombro se emocionara y sorprendiera apelando a lo más fácil y más complejo a la vez: los sentimientos humanos primarios: el sentimiento de pertenencia (E.T.), el miedo (casi todo), el deseo de explorar el mundo (Indiana Jones), el síndrome de privación, y que en el último tiempo se tornó un director con no pocas obsesiones personales volcadas en películas de corte más «adulto» (Inteligencia artificial, Minority report, la odiosa La Terminal, la soberbia Munich). El valor de todas ellas es discutible. Pero uno se lo puede perdonar, porque uno tampoco sabe qué será de sí mismo cuando deje de ser un niño que busca arcas perdidas y se hace amigo de extraterrestres y se transforme, en forma terminante y quizás muy pronto, en un serio y aburrido adulto, incapaz de saltar como salta el viejo Indiana.