Ya pasó un mes desde que Lola comenzó a emitir sus capítulos de alargue, y ni el rating ni la agilidad de la historia acusan desgaste alguno. Mala conducta anunció que se subirá al mismo carro. ¿Y por qué todo esto no tiene nada de malo?
«La teleserie del segundo semestre de 2007». Eso se suponía que iba a ser Lola, la exitosa ficción de Canal 13, que a fines de abril de 2008 continúa al aire, invalidando así esa escolar y rígida etiqueta que solía seriar la producción de teleseries criollas, y que hoy suena innecesaria y pasada de moda. ¿En qué país del mundo se produce «en semestres»? ¿Siete meses -hasta ahora- al aire es mucho? ¿Poco? Pese al recelo inicial, el rating dice que la gente está contenta. Mientras tanto, Chilevisión anuncia que extenderá la efectiva Mala conducta hasta octubre, incorporando a su elenco, entre otros, al galán calcetinero Gonzalo Valenzuela, la emergente Dayana Amigo y el ídolo en retiro El Pollo Fuentes (tal como lo leen. ¿Quién quiere ver a El Pollo Fuentes en una teleserie? Yo sí).
La tendencia es a exprimir al máximo los aciertos, satisfaciendo las expectativas de un público que no perderá el interés en su teleserie favorita si ésta no da asomo de caer en el lago de cocodrilos del guateo. En hora buena.
En el caso de Lola, su ventaja es su estructura con particular alma de sitcom, que permite crear decenas de situaciones a partir del conflicto central, e incluir nuevos personajes y aventuras mientras otros, cuando ya no tocan pito alguno, desaparecen. Sí, eso mismo que estás pensando: tal como ocurre en la vida real. Las teleseries mexicanas y brasileñas llevan 20 años haciéndolo. Las series gringas, para qué decir: es parte de su ADN, el mismo que les permite sobrevivir seis o siete temporadas y dar un paso al lado con honores sólo cuando hay síntomas reales e insalvables de desgaste.
¿Por qué acá no podría ser igual?
Antes de seguir, un punto fundamental: ¿De qué hablamos cuando hablamos de alargue? ¿De capítulos empotrados entre un punto X de la trama y el final? ¿De una trama extra anexada con posterioridad al final? Lo segundo claramente es una segunda parte. Y Lola, con su rara e improvisada estructura, es un poco de uno y un poco de lo otro. Quizás a eso se refería Verónica Saquel con su mofada frase «no es alargue, es más Lola». Pero no estamos para cavilaciones semánticas: en el 2010 (si es que terminó para esa fecha) recordaremos la teleserie de Blanca Lewin como una larga y venenosa serpiente de 200 y tantos capítulos. No como dos producciones separadas (el caso de Marrón Glacé y Marrón Glacé, el regreso), ni como una teleserie que era el plan maestro pero le metieron 100 capítulos antes del final para que durara más. Una sola y gran cosa. Un híbrido exitoso y que demostró que la industria telesérica chilena está en condiciones de reaccionar rápida y furiosamente ante la competencia, rentabilizando al máximo un producto exitoso. Como cualquier otra industria.
Pienso que una teleserie no tiene por qué ser redonda, como sí se le exige a un guión cinematográfico o a una obra literaria. De hecho, aquí la redondez es algo malo. No da lugar a la improvisación, a arranques de creatividad y a terremotos de última hora (que se muera un actor, que se embarace una actriz) inevitables en un proceso de realización audiovisual que dura meses y que, a diferencia de otros, no se entrega al público terminado y empacado, sino que se exhibe sobre la marcha, atento a la reacción de quienes lo consumirán.
Una teleserie tiene que ser un círculo medio-abierto. Lo que yo ignorantemente llamo «una C»: algo que empieza y que en un punto se enfrenta a la nada, una nada que debe llenarse antes de llegar al punto final, que es el mismo en el que empezó. ¿Se entiende? Dentro de esa nada, un «alargue» tiene perfecta cabida. Siempre debería estar abierta la posibilidad de que pasen cientos, miles, millones de otras cosas antes del esperado final. Dejémosle la hiperestructuración matemática a los constructores de edificios.
Voy aún más lejos: no habría por qué tener una cantidad predefinida de capítulos antes de comenzar a escribir y producir una teleserie. ¿Para qué? Si estamos haciendo un papelón, vámonos temprano para la casa, como sabiamente lo hizo la pésima Charly Tango. Y si lo estamos pasando bien en la fiesta, quedémonos hasta el día siguiente a la hora de almuerzo y más. Hasta que nos cansemos de pasarlo bien y queramos pasarlo mal. ¿No sería el mundo un lugar mejor si así funcionáramos todos?
Si tienes una historia predefinida matemáticamente y el éxito te obliga a aumentarla, el resultado puede ser un desastre: es el problema de Lost, cuya resolución -me disculpan los fanáticos furiosos- a estas alturas da exactamente lo mismo. Pese a tener una estructura que sí permite -rebuscadamente, pero permite- entradas, salidas y giros súper locos, los excesos hicieron que el interés por la resolución se diluyera en vez de potenciarse.
Volviendo a Canal 13, lo feo -y que varios críticos de televisión ya consignaron- fue el hecho de «romper la promesa» unilateralmente al televidente. Cuando anuncias «Lola, el final” no puedes salir tres días después con «Lola no se va». Eso, ni en un canal de pueblo. Si la idea les rondaba -y les rondaba- te muerdes los dedos antes de ponerle play a la publicidad de «últimos capítulos». Se vio picante, se vio amateur, se vio desesperado. Pero, vuelvo a repetir, la gente -al menos hasta ahora- parece estar lo más contenta con el alargue. Y el desarrollo de la historia -liviana, ágil y refrescada con nuevos personajes adecuados- ha estado a la altura de las circunstancias.
El árbol lleno de ramitas en el que se ha transformado el guión de Lola me recuerda a la mejor época de uno de los genios de la telenovela mundial: el vilipendiado y ninguneado Emilio Larrosa, de Televisa. De la mano de su ex-guionista estrella Alejandro Pohlenz, solía ser el único hombre capaz de crear teleseries originales en una fábrica de cosas ya fabricadas, alargarlas hasta lo indecible o acortarlas sigilosamente según la implacable preferencia del público, potenciando personajes secundarios y creándoles familiares, amigos, mundos apartes, prácticamente sub-teleseries nuevas a partir de la original, consiguiendo así evitar el desgaste de una trama de 250 capítulos girando en torno a dos pelmazos que se aman y se odian intercaladamente, e incluso conquistando público nuevo a medida que la meta-historia avanza. Pero los defensores de lo redondo y lo cuadrado -qué loco que ambas cosas signifiquen lo mismo- lo criticaban y encima lo tildaban de naco. Y él, como si lloviera: total, casi siempre el éxito estuvo de su parte. Tanto el éxito efímero como el que crece con el pasar de los años. ¿O acaso no nos acordamos de joyas incomprendidas como Dos mujeres, un camino o El premio mayor?
Cualquier industria desarrollada regula sus productos en torno al genuino interés del público. Acá, hasta hace poco, los guionistas se ponían recelosos y poco menos que ofendidos si se les exigía cambios o alargues. Como si un sucio productor o un perverso ejecutivo estuvieran mancillando “su obra», personal e intransferible. Cuando la diferencia entre hacer un libro y una teleserie es que, cuando uno compra un libro, ya lo compró; y si lo lee, lo regala o lo tira por la ventana es asunto de uno. Una teleserie se está «comprando» todos los días.
Predigo que, con el tiempo, la histeria del rating irá dejando de lado casos como el del alargue de Lola: decisiones histéricas -por culpa de los de arriba- pero acertadas -gracias a los de abajo-; y la flexibilidad, la anhelada y temida flexibilidad, ganará la batalla. Que, en otras palabras, es que gane el público. Y si a mi teleserie le va mal hoy… mh, quizás si le arreglo esto le va mejor mañana (el caso de Viuda alegre). Y -miren qué optimista soy- el nivel de profesionalismo a alcanzarse en guión y puesta en escena hará que ninguna producción sea tan mala como para ser un fracaso estrepitoso. Cada una tendrá su público, su grupo etáreo, su horario. Acudiendo al top 5 de clichés más clichés: el gran ganador será el público y las decisiones serán tomadas en base a él y no a criterios de producción que pretenden ser industriales y “artísticos” pero sólo sirven para nivelar hacia abajo.