El actor galés Anthony Hopkins confesó que nunca se ha sentido tan pleno y feliz como ahora, que acaba de ganar su segundo Oscar a mejor actor por “El padre”, transformándose a sus 83 años en el intérprete más longevo en obtener un premio de la Academia.
Sin embargo, en una reciente entrevista Hopkins se sinceró respecto a una vida que durante décadas se caracterizó por episodios de alcoholismo, depresión y ataques de ira, demonios que atribuyó a las difíciles condiciones que vivió durante su niñez.
Hijo de un panadero y una ama de casa y rodeado de un ambiente marcado por la pobreza, nunca fue un estudiante brillante y sentía que no encajaba en ninguna parte. “Me consideraba el más tonto de la clase, quizá tenía problemas de aprendizaje, pero era incapaz de entender nada. Mi infancia fue inútil y enteramente confusa. Todo el mundo me ridiculizaba”, reveló.
Pero a los 15 años conoció a otro galés, la entonces estrella de Hollywood Richard Burton, quien tras decirle que se hizo actor porque no servía para ningún trabajo, se subió a un lujoso automóvil Jaguar y se alejó.
“En aquel momento comprendí que necesitaba salir de allí. Dejar de ser quien era. Ser rico y famoso. Y empecé a soñar con vivir en Estados Unidos”, contó Hopkins.
Lo logró, aunque a un costo muy alto. Por ello, hoy reflexiona sobre el hecho de que su padre murió en 1981 producto de una dolencia cardíaca atribuida a sus años de duro trabajo, sacando una sorprendente conclusión: “Cuando pienso en cómo mis padres se esclavizaron toda su vida en una panadería para ganar una miseria… yo lo he tenido demasiado fácil”, señaló al diario The Guardian.
“Me avergüenzo de ser actor. Debería estar haciendo otra cosa. Actuar es un arte de tercera. Nos pagan demasiado y nos hacen demasiado caso. Me gusta la atención y el dinero, pero me siento como un estafador”, agregó con apabullante sinceridad.
Actualmente, Hopkins vive en Gales y ha reconocido que comenzó a ser plenamente feliz desde que cumplió los 75 años: retomó el teatro, volvió a interpretar a Shakespeare y hasta sueña con elefantes como los que vio con su abuelo siendo un niño en la película de 1937 “Elephant Boy”.
“También pienso mucho en un día que pasé con mi padre en la playa. Yo estaba llorando porque se me había caído a la arena un caramelo que me había comprado. Pienso en ese niño miedoso, que estaba destinado a crecer y a volverse un idiota en la escuela. Torpe, solitario, rabioso. Y quiero decirle: ‘No pasa nada, chico, lo hemos hecho bien’”, declaró el también ganador de un Oscar por “El silencio de los inocentes” a la revista Interview, convertido hoy en un hombre tranquilo y mesurado.