En estas últimas semanas, y después de mucho tiempo, Alberto Plaza ha vuelto a aparecer en los medios, pero no por su música, sino que por sus opiniones a través de sendas cartas al diario El Mercurio. En la primera manifestó su rechazo a que, según sus palabras, los flaites se hayan apoderado del Festival de Viña, escenario donde se dio a conocer al gran público, a propósito de algunas rutinas humorísticas cargadas a la vulgaridad del pasado evento como las de Juan Pablo López y Daniela Chiqui Aguayo. Ello provocó una sabrosa polémica a través de los medios, con respuestas a través de redes sociales y las alusiones de Fabrizio Copano en su show. Posteriormente Plaza mandó otra carta al Decano a propósito del Día Internacional de la Mujer, donde hizo apreciaciones críticas respecto al feminismo que causaron escozor entre muchas defensoras de las causas feministas. En particular, eso de que «esas mismas feministas son las que aceptan que no les cobren para entrar a una discoteca» provocó una dura respuesta de la especialista en temas de género Karen Vergara. Entre medio, se ensartó en una polémica con Pamela Jiles a propósito de su supuesta condición de facho y en otra con la actriz Carolina Paulsen por viejas deudas pendientes por la realización de un musical.
De partida, una cosa es estar o no acuerdo con lo que piensa, y otra muy distinta es desconocer los indudables méritos artísticos de Alberto Plaza. El muchacho con pinta de acólito de iglesia que salió tercero en la competencia internacional de Viña de 1985 con «Que Cante La Vida» es uno de los grandes cantautores que ha dado este país. Muchas de sus canciones como «De Tu Ausencia», «Yo Te Canto», «Yo te Seguiré», «Bandido», «Pudo Ser un Gran Amor», «Amiga del Dolor» y «Canción contra la tristeza» (con la que salió segundo en el Festival OTI de 1995) son verdaderos clásicos de la música popular chilena. Es un artista reconocido a nivel latinoamericano, y que fue dominante en las décadas de los 80 y 90 en Chile. Quizás ahora no está en la cresta de la ola, pero no necesariamente eso tiene que significar decadencia. Es un músico más que respetable y con sus medallas bien ganadas y merecidas.
Alberto Plaza fue una suerte de respuesta conservadora a cantautores de posturas más progre y cercanas al Canto Nuevo como Oscar Andrade o Fernando Ubiergo. En los años 80 sus canciones eran furor en las kermesses de colegios católicos y en los carretes de pastorales. Fue todo un ícono del «cancionero de parroquia», y por ello resulta irónico que haya terminado en la Cienciología, la religión de los famosos de Hollywood.
Quizás Alberto Plaza no sea facho o derechista o partidario de Pinochet, pero sus opiniones y opciones (apoyó a Donald Trump en las pasadas elecciones presidenciales estadounidenses) lo muestran como alguien claramente conservador y tradicionalista, que añora el orden y respeto a los valores fundamentales que existían en el pasado y que no entiende ni puede aceptar la progresiva liberalización valórica actualmente en curso. Quizás por eso tiene encontrones con algunos de sus colegas de un medio artístico donde predomina una mentalidad más progre. Sus opiniones son las que monopolizaron el discurso valórico durante décadas como sinónimo de decencia y buenas costumbres, cuando la Iglesia Católica dictaba pautas de vida y nadie les discutía nada, y donde cualquier visión alternativa era censurada, discriminada, denunciada o en el mejor de los casos ninguneada. Ahora se dio vuelta la tortilla. Muchos de «los grandes defensores de la moral y las buenas costumbres» terminaron siendo degenerados y corruptos de la peor calaña; los postergados del pasado como las mujeres y los homosexuales empezaron a hablar fuerte y a exigir sus derechos; y los viudos del orden quedaron reducidos a una manga de cavernícolas obsoletos y discriminadores, que se resisten a adaptarse a este nuevo rayado de cancha valórico. Sospecho que Plaza no tuvo en cuenta este escenario cuando se le ocurrió mandar las cartas (más encima) a El Mercurio, y se encontró de sorpresa con todo esto.
Creo que hay que leer con detenimiento las cartas que ha mandado Plaza. El cantautor representó la opinión de mucha gente que se molestó por las rutinas de los humoristas (cabe señalar que íconos de la coprolalia en el humor como Daniel Vilches y Patty Cofré encontraron «demasiado grosera» a la Chiqui Aguayo). Respecto de la carta sobre las mujeres, plantea un punto de vista crítico respecto del feminismo que puede ser discutible, pero está lejísimos de ser una apología del machismo como se le ha pretendido pintar. A lo mejor frases como lo de las discotecas o el apelativo de «guerreras del género» fueron poco afortunadas, pero lo que hace es plantear dudas y cuestionamientos razonables que, al igual que con los humoristas, representan a mucha gente.
Muchas mujeres reclaman (y con razón) por la discriminación que han sufrido de toda una vida. Han aguantado demasiado tiempo y sienten que llegó la hora de enmendar la plana. Y eso lleva a muchas a no aceptar nada que les parezca pro-machista o incluso medias tintas. Tal parece que se quedaron con la frase de la discoteca pero no leyeron el resto de la carta. Es una mezcla de frustración, rabia y analfabetismo funcional. Me pregunto si esa actitud terminará favoreciendo o perjudicando su causa. Creo que es un profundo error pretender que gente que se ha criado toda una vida en una sociedad conservadora, con roles definidos por sexo, separación de clases sociales, rechazo a todo lo que no sea hombre y mujer e influencia monopólica del catolicismo, se convierta en liberal y abierta de mente de un día para otro. Las ideas no ganan por convencimiento, sino que por persistencia. Hay gente que nació conservadora y morirá conservadora. Más que destruir o convencer a los que piensan diferente, hay que propagar las ideas propias.
Alberto Plaza simplemente hizo uso del derecho a la libertad de expresión que todos tenemos, y por el cual muchos de los que lo trolean lucharon en dictadura. Plaza solamente recibió las esquirlas de la verdadera guerra valórica que vivimos en Chile, entre los reprimidos del pasado que empiezan a gozar de la libertad y no la quieren perder por nada del mundo, y los dominantes de otrora que se resisten a las nuevas reglas, que quieren volver al orden de antaño pero no saben cómo.